Represión en Egipto
El presidente Al Sisi no merece el apoyo que recibe de las potencias democráticas
Este mismo mes, tras ser declarado vencedor de las elecciones presidenciales egipcias —en una votación a la búlgara pero con mucha menor participación de la que habría deseado—, el general Abdelfatá al Sisi aseguró que pretendía libertad para Egipto, haciéndose eco del eslogan del levantamiento popular de 2011. Los hechos desmienten al antiguo jefe del Ejército, autor del golpe hace un año contra el Gobierno islamista de Mohamed Morsi y desde entonces inspirador de una brutal represión política, con miles de muertos y encarcelados.
Si las palabras de Al Sisi no resultan sorprendentes, sí lo es la rapidez y el alcance de la indulgencia occidental hacia el nuevo presidente egipcio. El secretario de Estado Kerry le acaba de hacer explícito personalmente el apoyo de Washington, que reanuda su millonaria ayuda en armas y dinero a los militares cairotas, suspendida tras el golpe contra Morsi. La cruda realidad regional se impone a cualquier otra consideración, incluida la del respeto a los más elementales derechos humanos. Obama, y Europa a remolque, ve en Al Sisi a un aliado fiable contra la expansión yihadista en Oriente Próximo.Un tribunal egipcio acaba de condenar a muerte a más de 180 miembros de los Hermanos Musulmanes por el ataque a una comisaría. La sentencia prolonga otras de marzo y abril pasados que impusieron la última pena a otros varios cientos de islamistas. Este lunes, tres periodistas del canal de televisión catarí Al Yazira, uno de ellos australiano, han sido condenados a siete años de prisión por conspirar con el grupo islamista prohibido, en una sentencia tan insostenible y política como las anteriores. Como si los tribunales egipcios no fueran una prolongación del poder ejecutivo, como si presidiera una democracia en vez de un camuflaje civil para una dictadura castrense, Al Sisi ha declarado que no interfiere con las sentencias y que respeta la independencia de sus tribunales.
Occidente, sin embargo, debe reconsiderar su complacencia hacia Al Sisi. El líder egipcio empuña el timón de un país al borde de la bancarrota, dividido y con una insurgencia incipiente. La estabilidad de la nación más poblada e influyente del mundo árabe no llegará de la mano de políticas ciegamente represoras, sino de inversiones extranjeras, un sistema legal digno de ese nombre y la ampliación del espacio de la ahora asfixiada sociedad civil.
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