CAPITAN SWING
Mohamedou Ould Slahi. Fuente: http://www.capitanswing.com
21 de enero de 2000 - 19 de febrero de 2000
Un cuento tradicional de Mauritania nos habla de alguien que tenía fobia a los gallos y se volvía loco cada vez que se encontraba con uno.
—¿Por qué le dan tanto miedo los gallos? –le preguntó el psiquiatra.
—El gallo piensa que soy maíz.
—No eres maíz. Eres un hombre muy grande. Nadie podría confundirte con un pequeño grano de maíz –dijo el psiquiatra.
—Eso lo sé, doctor. Pero el gallo no. Su trabajo consiste en ir y convencerle de que no soy maíz.
El hombre nunca se curó, puesto que hablar con un gallo es imposible. Fin de la historia.
He estado tratando de convencer al Gobierno de Estados Unidos de que no soy maíz.
Todo empezó en enero de 2000, cuando iba de regreso a Mauritania después de haber vivido doce años en el extranjero. A las 8 de la tarde del día ///////////////////, mis amigos///////////////////////////////////// me dejaron en el Aeropuerto Dorval, en Montreal. Tomé el vuelo nocturno de Sabena Airlines hacia Bruselas y mi viaje continuaría hacia Dakar al mediodía siguiente.(1)
Llegué a Bruselas por la mañana, adormilado y agotado. Después de recoger mi equipaje, me derrumbé en uno de los bancos de la zona internacional, con mi bolsa como almohada. Una cosa era segura: estaba tan cansado que cualquiera podría haber robado mi maleta. Dormí una o dos horas y, cuando me desperté, busqué un baño donde poder lavarme las manos y un lugar para rezar.
El aeropuerto era pequeño, pulcro y limpio, con restaurantes, tiendas duty-free,cabinas telefónicas, ordenadores con acceso a internet, una mezquita, una iglesia, una sinagoga y una oficina de apoyo psicológico para los ateos. Le di un repaso a todas las casas de Dios y fue impresionante. Pensé: este país podría ser un lugar donde me gustaría vivir. ¿Por qué no voy y pido asilo? No tendría problema; hablo el idioma y tengo formación suficiente para conseguir un trabajo en el centro de Europa. De hecho, he estado en Bruselas y me gustó la vida multicultural y lo polifacética que es la ciudad.
Dejé Canadá fundamentalmente porque los Estados Unidos me habían echado encima a sus servicios de seguridad; pero no me arrestaron, tan solo empezaron a vigilarme. Es mejor que te vigilen a que te metan entre rejas, ahora me doy cuenta. Finalmente, se hubieran dado cuenta de que no soy un criminal. “Nunca aprendo”, como siempre decía mi madre. Nunca imaginé que Estados Unidos estuviera tratando maliciosamente de meterme en un lugar donde la ley no cuenta.
La frontera estaba a unos palmos de distancia. Si hubiera cruzado esa frontera, nunca habría escrito este libro.
En lugar de eso, en la pequeña mezquita llevé a cabo el ritual de lavarme y rezar. Estaba muy tranquila, envuelta en paz. Estaba tan cansado que me tumbé allí dentro y leí el Corán un tiempo hasta que me quedé dormido.
Me despertaron los movimientos de otro chico que entró a rezar. Daba la impresión de que conocía el lugar y había transitado por el aeropuerto muchas veces.
Nos saludamos después de que terminara de rezar.
—¿Qué haces aquí? –me preguntó.
—Estoy en tránsito. Vengo de Canadá y me dirijo a Dakar.
—¿De dónde eres?
—De Mauritania. ¿Y tú?
—Soy de Senegal. Comercio entre mi país y los Emiratos. Estoy esperando el mismo vuelo que tú.
—¡Bien! –dije.
—Vamos a descansar. Soy miembro del Club… –propuso, no me acuerdo del nombre. Fuimos al club y fue increíble: TV, café, té, galletas, un confortable sofá, periódicos. Me sentía abrumado, estuve la mayor parte del tiempo durmiendo en el sofá. En cierto momento, mi nuevo /////////////// amigo quería comer y me despertó para acompañarle. Estaba preocupado por si no podía volver a entrar al no tener carné del club. Me habían dejado entrar solo porque mi amigo ////////////// mostró su carné de socio. Sin embargo, mi estómago rugía y decidí salir y comer algo. Me dirigí al mostrador de Sabena Airlines, pedí un ticket de comida y encontré un restaurante. La mayoría de la comida contenía carne de cerdo, así que me decidí por un plato vegetariano.
Regresé al club y esperé hasta que nos llamaron a mi amigo y a mí para el vuelo Sabena n.º 502 a Dakar. Me decidí por Dakar porque era bastante más barato que volar directamente a Nuakchot, en Mauritania. Dakar está solo a unas 482 kilómetros desde Nuakchot y me había organizado con mi familia para que me recogieran allí. Hasta ahí todo bien; la gente hace esto habitualmente.
En el vuelo me sentí lleno de energía porque había tenido un descanso reparador en el aeropuerto de Bruselas. A mi lado iba una joven francesa que vivía en Dakar, pero que estaba estudiando Medicina en Bruselas. Iba pensando que a mis hermanos no les daría tiempo a llegar al aeropuerto a la hora, de modo que tendría que pasar un tiempo en un hotel. La chica francesa amablemente me ilustró sobre los precios en Dakar y cómo la gente de Senegal intenta cobrar de más a los extranjeros, especialmente los taxistas.
El vuelo tardó unas cinco horas. Llegamos sobre las 11 de la noche y todo el formalismo duró una media hora. Cuando retiré mi maleta de la recogida de equipaje, me di de bruces con mi amigo //////////////// y nos despedimos.(2)
En cuanto me giré mientras arrastraba mi maleta, vi a mi hermano ////////////////////sonriendo; era evidente que me había visto antes que yo a él. /////////////////// iba acompañado por mi otro hermano /////////////////// y dos amigos suyos que no conocía.
agarró mi bolsa y nos fuimos hacia el aparcamiento. Me agradó la cálida temperatura nocturna que me invadió tan pronto como traspasé la puerta. Íbamos hablando, preguntándonos unos a otros con excitación cómo iban las cosas. Cuando cruzamos la calle, honestamente no puedo describir lo que me sucedió. Lo único que sé es que en menos de un segundo tenía las manos esposadas detrás de mi espalda y me acorralaban un puñado de fantasmas que me apartaron del resto de mis acompañantes. En un primer momento pensé que era un robo, pero como se demostró más adelante, se trataba de un robo de otra clase.
“Te arrestamos en nombre de la ley”, dijo el agente especial mientras bloqueaba las cadenas alrededor de mis manos.
“¡Me arrestan!”, grité a mis hermanos, a los que no pude ver más. Me imagino que tuvo que ser doloroso para ellos perderme de vista así, de repente. No sabía si me oían o no, pero, efectivamente, parece que me habían oído porque mi hermano////////////////// todavía se burla de mí diciéndome que fui un cobarde porque pedí ayuda. Puede que no sea valiente, pero eso es lo que ocurrió. Y lo que no sabía es que mis dos hermanos y sus dos amigos fueron arrestados al mismo tiempo. Sí, sus dos amigos; uno que vino con mis hermanos desde Nuakchot y el otro, su hermano, que vive en Dakar y había venido conduciendo con ellos al aeropuerto, justo a tiempo para ser arrestado por pertenecer a una “banda”: ¡Qué suerte la suya!
La verdad es que no estaba preparado para esta injusticia. Si hubiera sabido que los investigadores norteamericanos actuaban así, no habría dejado Canadá, o incluso Bélgica cuando estaba en tránsito. ¿Por qué Estados Unidos no me arrestó en Alemania? Alemania es uno de los más estrechos aliados de Estados Unidos. ¿Por qué no me arrestaron en Canadá? Canadá y Estados Unidos son países muy próximos. Los interrogadores e investigadores americanos afirmaban que hui de Canadá por miedo a ser arrestado, pero eso no tiene ningún sentido. En primer lugar, me marché usando mi pasaporte, con mi nombre real, después de pasar todos los trámites, incluyendo todo tipo de registros. En segundo lugar, ¿es mejor ser arrestado en Canadá o en Mauritania? ¡Por supuesto, en Canadá! ¿O por qué Estados Unidos no me arrestó en Bélgica, donde estuve casi doce horas?
Entiendo la rabia y la frustración de Estados Unidos por los ataques terroristas. Sin embargo, asaltar a individuos inocentes y hacerles sufrir, en busca de confesiones falsas, no ayuda a nadie. En cambio, lo hace más difícil. En todo caso, les diría a los agentes norteamericanos: “¡Tranquilos, hombre! ¡Pensad antes de actuar! ¡Valorad al menos la posibilidad, por pequeña que sea, de que estéis equivocados antes de herir irreversiblemente a alguien!”. Pero cuando sucede algo trágico, las personas se vuelven locas y pierden el control. Me han interrogado cerca de cien interrogadores a lo largo de los últimos seis años y todos ellos tienen algo en común: confusión. Tal vez sea lo que quiere el Gobierno, ¿quién sabe?
Sea como sea, la policía local del aeropuerto intervino al ver el jaleo –las Fuerzas Especiales iban vestidas de paisano, así que no había forma de diferenciarlas de un grupo de bandidos que intentara robar a alguien–, pero el tipo detrás de mí mostró una insignia mágica, que hizo a los policías retirarse inmediatamente. Los cinco fuimos metidos en un vagón de ganado y enseguida se nos unió otro amigo, el chico que había conocido en Bruselas, simplemente porque nos despedimos en la cinta de recogida de equipaje.
Los guardias se subieron con nosotros. El líder del grupo se sentó delante, en el asiento del copiloto, pero podía vernos y escucharnos porque había desaparecido el cristal que normalmente separa al conductor del ganado. El camión despegó como en una persecución de Hollywood. “Nos vas a matar”, debió de decir uno de los guardias, porque el conductor redujo un poco la velocidad. El chico de Dakar que fue al aeropuerto con mis hermanos estaba fuera de sí. Cada cierto tiempo espetaba algunas palabras indescriptibles que expresaban su preocupación y desasosiego. Al parecer, el chico pensó que yo era un traficante de droga y ¡se sintió aliviado cuando la sospecha se dirigió hacia el terrorismo! Dado que yo era el protagonista de la escena, me sentí mal por causarle tantos problemas a tanta gente. Mi único consuelo era que no había sido mi intención, aunque, en realidad, en aquel momento, el miedo saturaba el resto de mis emociones.
Cuando me senté en el rústico suelo, me sentí mejor entre la cálida compañía, incluso entre los agentes de las Fuerzas Especiales. Empecé a recitar el Corán.
“¡Cállate!”, dijo el jefe en la parte delantera. No me callé; bajé la voz, pero no lo suficiente para él. “¡Cállate!” –dijo, esta vez amenazándome con su porra–. “¡Estás tratando de hechizarnos!”. Supe que hablaba en serio, así que recé en silencio. No había
intentado hechizar a nadie, ni sabía cómo hacerlo, pero los africanos son la gente más ingenua que he conocido.
El trayecto duró entre quince y veinte minutos, así que era poco después de pasada la medianoche cuando llegamos a la comisaría de Policía. Los cerebros de la operación se quedaron detrás del camión y establecieron una conversación con el amigo de Bruselas. No entendía ni una palabra; estaban hablando en una lengua local.(3) Tras una corta discusión, el chico cogió su pesada maleta, se bajó y se fue. Cuando, más tarde, les pregunté a mis hermanos qué le había dicho a la policía, me contestaron que dijo que me había visto en Bruselas y nunca antes, y que no sabía que yo era un terrorista.
Ahora estábamos cinco personas enjauladas en el camión. Estaba muy oscuro fuera aunque se apreciaba a gente yendo y viniendo. Esperamos entre cuarenta minutos y una hora en el camión. Me puse más nervioso y me asusté, especialmente cuando el tipo en el asiento del copiloto dijo: “Odio trabajar con los blancos”. O puede que usara la palabra “moros”, lo que me hizo pensar que esperaban a un equipo mauritano. Empecé a tener náuseas. Tenía el corazón en un puño y me sentía desamparado. Pensé en todas las clases de tortura que había oído y la que podría tocarme aquella noche. Me quedé ciego, como con una espesa nube sobre mis ojos; no podía ver nada. Me quedé sordo; después de aquella frase todo lo que podía oír eran susurros indiferenciados. Perdí la noción de la presencia de mis hermanos conmigo en el mismo camión. Acepté que solo Dios podía ayudarme en mi situación. Dios no falla nunca.
“Baja”, chilló el chico con impaciencia. Me moví como pude y uno de los guardias me ayudó a bajar de un salto el escalón. Nos introdujeron en una pequeña sala llena de mosquitos, justo a tiempo para que diera comienzo su festín. Ni siquiera esperaron a que estuviésemos dormidos; fueron directamente a lo suyo, lanzándose a por nosotros. Lo gracioso sobre los mosquitos es que son tímidos en pequeños grupos y muy voraces en los grandes. En grupos pequeños esperan a que te duermas. No así en grupos grandes, cuando comienzan a molestarte inmediatamente, como diciendo: “¿Qué pasa?”. Y, en efecto, no hay nada que puedas hacer. El retrete estaba indecente, lo que creaba un ambiente ideal para la cría del mosquito.
Yo era la única persona esposada. “¿Te he golpeado?”, preguntó el tipo mientras me quitaba las esposas.
“No, no lo has hecho”. Al mirar me di cuenta de que ya tenía marcas alrededor de las muñecas. Los interrogadores empezaron a sacarnos uno a uno para interrogarnos, comenzando por los forasteros. Fue una noche muy larga, espantosa, oscura y sombría.
Me llegó el turno poco antes de los primeros rayos del día.
Había dos hombres en la habitación de interrogatorio///////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////
, un interrogador masculino y su secretario.(4) La ////////////// jefe de Policía dirigía la comisaría, pero //////// no tomaba parte en el interrogatorio; //////////// parecía tan cansada que ////////// se quedó dormida de aburrimiento varias veces. La ////////////////norteamericana tomaba notas y algunas veces ///////////// le pasaba notas al interrogador. Era un ///////////////// tranquilo, escuálido, inteligente, religioso y reflexivo.
—Tenemos acusaciones muy graves contra usted –dijo, sacando una gruesa pila de papel de un sobre amarillo brillante. Antes de que los hubiera sacado, se diría que los había estado leyendo muchas veces. Y yo ya sabía de lo que estaba hablando porque los
canadienses ya me habían interrogado.
—Yo no he hecho nada. Los norteamericanos quieren manchar el islam culpando a los musulmanes de cosas horribles.
—¿Conoces a /////////////////////////////////////?(5).
—No, no lo conozco. Incluso pienso que toda esta historia es una farsa, para dar salida al presupuesto destinado al terrorismo y hacer daño a los musulmanes. –Fui muy honesto con lo que dije. Entonces no sabía ni la mitad de las cosas que ahora sé. Creía demasiado en teorías conspiracionistas, aunque quizá no tanto como el Gobierno de los Estados Unidos.
El interrogador también me preguntó por otras cuantas personas, a la mayoría de las cuales no conocía. La gente que yo conocía no estaba metida en crímenes de ningún tipo, que yo supiera. Finalmente, el senegalés me preguntó por mi postura ante los Estados Unidos y por qué había pasado por su país. No lograba entender por qué mi posición hacia el Gobierno de los Estados Unidos podía importarle a alguien. Yo no soy ciudadano norteamericano, ni he pretendido entrar en los Estados Unidos, ni trabajo con la ONU. Además, siempre podría mentir. Digamos que me encanta Estados Unidos, o que los detesto, realmente no importa mientras no haya cometido crímenes contra él. Le expliqué todo esto al interrogador senegalés con una claridad que no dejó lugar a dudas sobre mis circunstancias.
“¡Se te ve muy cansado! Te propongo que te vayas a dormir un poco. Ya sé que es duro”, dijo. Por supuesto, estaba muy cansado, hambriento y sediento. Los guardias me condujeron de vuelta a la sala en la que mis hermanos y los otros dos chicos estaban tumbados en el suelo, luchando contra las muy eficaces Fuerzas Aéreas senegalesas de mosquitos ///////////////. No tuve más suerte que los demás. ¿Dormimos? En realidad no.
Temprano en la mañana se presentaron el interrogador y su asistente. Liberaron a los dos chicos y nos llevaron a mis hermanos y a mí a la sede del Ministerio del Interior. El interrogador, que resultó ser un alto cargo en el Gobierno senegalés, me llevó a su oficina y realizó una llamada al Ministerio de Asuntos Exteriores.
“El hombre que tengo enfrente no es el líder de una organización terrorista”, dijo. No pude oír lo que dijo el ministro. “En lo que a mí respecta, no tengo ningún interés en mantener a este hombre en la cárcel, ni tengo una razón”, continuó el interrogador. La llamada de teléfono fue corta y directa. Mientras tanto, mis hermanos se iban acomodando, compraron algunas cosas y empezaron a preparar el té. El té es lo que mantiene viva a la gente de Mauritania, con la ayuda de Dios. Mucho tiempo había pasado desde la última vez que habíamos comido o bebido algo, pero la primera cosa en la que pensamos fue en el té.
Me alegré porque no parecía que el tocho de papel que el Gobierno de Estados Unidos le había proporcionado al senegalés sobre mí les hubiera impresionado. A mi interrogador no le llevó mucho tiempo entender la situación. Mis dos hermanos iniciaron con él una conversación en wolof. Les pregunté a mis hermanos sobre qué trataba la conversación y me dijeron que el Gobierno senegalés no estaba interesado en retenerme, pero los Estados Unidos estaban al mando. A nadie le gustó esa noticia porque sospechábamos lo qué pasaría.
“Estamos esperando que se presenten algunas personas de la embajada norteamericana”, dijo el interrogador. Sobre las once en punto apareció una ////////americana de color.(6) //////////// hizo fotos, tomó huellas y el registro de lo que el secretario había escrito aquella mañana. Mis hermanos se sintieron más a gusto con la//////////// negra que con la ///////////// blanca de la noche anterior. La gente se siente más a gusto con lo que está acostumbrada a ver y, puesto que el 50 por ciento de los mauritanos son personas de raza negra, mis hermanos podían relacionarse con ellos mejor. Sin embargo, se trataba de una visión muy inocente: en cualquier caso, negro o blanco, ///////////////// era tan solo un mensajero.
Después de terminar su trabajo, ////////////////////// hizo un par de llamadas, se llevó al interrogador aparte y habló con él brevemente. A continuación, /////////////// se fue. El inspector nos informó de que mis hermanos podían irse y a mí se me retenía por desacato un tiempo.
—¿Cree que podemos esperar hasta que le liberen? –preguntó mi hermano.
—Sugiero que os marchéis a casa. Si le liberan, sabrá llegar.
—Mis hermanos se fueron y se sintieron abandonados y solos, aunque creo que hicieron lo correcto.
Los siguientes dos días, el senegalés siguió preguntándome por las mismas cosas; los investigadores norteamericanos le enviaban las preguntas. Eso fue todo. El senegalés no me hizo ningún daño, ni me amenazó. Como la comida en prisión era horrible, mis hermanos se organizaron con una familia que conocían en Dakar para que me llevara una comida diaria, cosa que hicieron regularmente.
Mi preocupación, como he dicho, era y aún es convencer al Gobierno de Estados Unidos de que no soy maíz. El único compañero detenido en la cárcel senegalesa tenía otra preocupación diferente: introducirse ilegalmente en Europa o América. Definitivamente teníamos objetivos diferentes. El joven de Costa de Marfil estaba decidido a abandonar África.
—No me gusta África –me dijo–. Muchos de mis amigos han muerto. Todos son muy pobres. Quiero ir a Europa o América. Lo he intentado dos veces. La primera intenté colarme en Brasil cuando burlé a los oficiales portuarios, pero un tipo africano nos delató a las autoridades brasileñas y nos metieron entre rejas hasta que fuimos deportados de vuelta a África. Brasil es un país muy bonito, con mujeres hermosas –añadió.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Estuviste en la cárcel todo el tiempo! –le interrumpí.
—Sí, pero de vez en cuando los guardias nos acompañaban por los alrededores, y después nos llevaban de regreso a la prisión –sonrió–. ¿Sabes, hermano?, la segunda vez casi llego a Irlanda. –Continuó su relato–. Pero el /////////////// implacable me retuvo en el barco y consiguió que me cogieran en la aduana.
“Parece Colón”, pensé.
—Para empezar, ¿cómo te subiste a bordo? –le pregunté.
—Es muy fácil, hermano. Soborné a algunos trabajadores del puerto. Aquella gente me metió a escondidas en el barco que iba a Europa o América. No importaba, en realidad. Me escondí en la sección de los contenedores alrededor de una semana hasta que se me acabaron las provisiones. En ese momento, salí y me mezclé con la tripulación. Al principio se volvieron locos. El capitán del barco que iba a Irlanda se enfadó tanto que quería arrojarme al
agua.
—¡Qué animal! –le interrumpí, pero mi amigo seguía hablando.
—Pero después de un tiempo la tripulación me aceptó, me dieron de comer y me pusieron a trabajar.
—¿Cómo te cogieron esta vez?
—Me traicionaron los contrabandistas. Me dijeron que el barco se dirigía a Europa sin escalas. Pero hicimos una parada en Dakar y los de aduanas me sacaron del barco, y ¡aquí estoy!
—¿Cuál es tu próximo plan?
—Voy a trabajar, a ahorrar algún dinero e intentarlo otra vez
—Mi compañero de prisión estaba decidido a salir de África a cualquier coste. Es más, estaba seguro de que un día iba a poner un pie en la tierra prometida.
—Mira, lo que ves en la televisión no es la vida real en Europa –le dije.
—¡No! –respondió–. A mis amigos les han metido en Europa y llevan una buena vida. Mujeres bonitas y mucho dinero. África está mal.
—Es igual de fácil acabar en la cárcel en Europa.
—No me importa. La cárcel en Europa está bien. África está mal.
Di por hecho que el muchacho estaba completamente cegado por el primer mundo, que, deliberadamente, se muestra a los pobres africanos como el “paraíso” en el que no podemos entrar, aunque en algo tenía razón. En Mauritania, la mayoría de la gente joven quiere emigrar a Europa o a Estados Unidos. Si las políticas en los países africanos no cambian radicalmente a mejor, vamos a vivir una catástrofe que afectará al mundo entero.
Su celda era un desastre. La mía estaba un poco mejor. Yo tenía un finísimo colchón desgastado, mientras que él no tenía más que un trozo de cartón sobre el que dormir. Solía darle mi comida porque cuando estoy nervioso no puedo comer. Además, me traían buena comida de fuera y a él la mala comida de la prisión. Los guardias nos dejaban estar juntos durante el día y le encerraban por la noche. Mi celda estaba siempre abierta. El día antes de mi extradición a Mauritania, el embajador de Costa de Marfil vino a confirmar la identidad de mi compañero de prisión. Por supuesto, no tenía papeles de ningún tipo.
* * *
—¡Te liberamos! –dijo alegremente el secretario que había estado interrogándome los últimos días.
—¡Gracias! –Le interrumpí mientras miraba en dirección a La Meca y me postraba para agradecer a Dios mi libertad.
—Sin embargo, tenemos que devolverte a tu país.
—No, conozco el camino, lo haré yo mismo –dije inocentemente, pensando que realmente no quería regresar a Mauritania, sino quizá a Canadá o a algún otro lugar. Ya se me había hecho suficiente daño.
—Lo siento, ¡tenemos que devolverte nosotros! –Toda mi alegría se tornó en agonía, miedo, nerviosismo, desamparo, confusión y otros sentimientos que no puedo describir–.
—¡Recoge tus cosas! –dijo el hombre–. Nos vamos.
Empecé a recoger mis pertenencias con el corazón roto. El inspector agarró la bolsa más grande y yo cogí mi pequeño maletín. Durante mi arresto, los norteamericanos habían copiado todos los papeles que tenía y los habían enviado a analizar a Washington.
Eran sobre las cinco de la tarde cuando cruzamos la puerta de la commissariat de Police. Enfrente se encontraba un Mitsubishi SUV. El inspector puso mis maletas en el camión y nos sentamos detrás. A mi izquierda se sentaba un guardia al que no había visto antes, mayor y corpulento. Estaba tranquilo y más bien despreocupado. Miraba hacia delante la mayoría del tiempo, solo rara vez me dirigía la mirada de soslayo. Odio cuando los guardias me miran fijamente como si no hubieran visto un mamífero en su vida. A mi derecha estaba el inspector que había sido el que tomó nota. En el asiento del copiloto se sentaba el interrogador jefe.
El conductor era un ////////////////////////////////////////////////// 0 (7) A juzgar por su bronceado diría que había pasado un tiempo en algún lugar cálido, pero no en Senegal, porque el interrogador le guiaba continuamente hasta el aeropuerto. O quizá buscaban la mejor ruta, no podría decirlo. Hablaba francés con un fuerte acento, aunque era parco en la conversación. Se limitaba a lo estrictamente necesario. Nunca me miraba o se dirigía a mí. Los otros dos interrogadores intentaron hablarme, pero no les respondí, yo seguía leyendo mi Corán silenciosamente. Por respeto, los senegaleses no me confiscaron el Corán, no así los mauritanos, jordanos y americanos.
Tardamos unos 25 minutos en llegar al aeropuerto. El tráfico estaba tranquilo en los alrededores y dentro de la terminal. El conductor blanco encontró rápidamente una plaza de aparcamiento. Nos bajamos del camión, los guardias con mi equipaje, y todos
pasamos por los trámites diplomáticos necesarios de camino hacia la sala de espera. Era la primera vez que tomaba el atajo, saltándome las formalidades civiles al dejar un país para dirigirme a otro.
Era un lujo, pero no lo disfruté. En el aeropuerto todos parecían estar preparados. A la cabeza del grupo iban el chico blanco y el interrogador mostrando sus placas mágicas, llamando la atención de todo el mundo. Se podía ver cómo el país no tenía soberanía: era la colonización en su más oscura estampa. En el supuesto mundo libre en que vivimos, los políticos predican cosas como la defensa de la democracia, la libertad, la paz y los derechos humanos; ¡qué hipocresía! Y todavía hay mucha gente que se cree esta basura de propaganda.
La sala de espera estaba vacía. Todos nos sentamos y uno de los senegaleses cogió mi pasaporte, salió y lo selló. Imaginé que tomaría el vuelo regular de Air Afrique que estaba programado ese mediodía en dirección a Nuakchot. Pero no me llevó mucho tiempo darme cuenta de que tenía un avión para mí solo. En cuanto regresó el chico con mi pasaporte sellado, los cinco nos dirigimos hacia la pista, donde un pequeño avión blanco tenía los motores encendidos. El hombre norteamericano nos hizo un gesto para que nos quedásemos detrás y cruzó unas palabras con el piloto. Tal vez estuviera con él también el interrogador, no lo recuerdo. Estaba demasiado asustado para memorizarlo todo.
En seguida, nos dijeron que subiésemos. El avión era bastante pequeño. Éramos cuatro y apenas podíamos acomodarnos dentro de la cabina bajando la cabeza y doblando la espalda. El piloto tenía el sitio más confortable. Era una mujer francesa, a juzgar por su acento. Era muy locuaz y, al contrario que los demás, rubia y muy delgada. No me dirigió la palabra, pero intercambió algunas frases con el inspector a lo largo del viaje. Más tarde me enteré de que les habló a sus amigos en Nuakchot del paquete secreto que entregó desde Dakar. El guardia más corpulento y yo nos escurrimos apretadamente en el asiento de atrás, enfrente del inspector, quien tenía un sitio un poco mejor que nosotros. Era obvio que el avión iba sobrecargado.
El interrogador y el hombre norteamericano esperaron hasta asegurarse de que el avión despegaba. No presté atención a la conversación que mantenían el piloto y el inspector, pero en algún momento le escuché a ella decir que el viaje era de 482 kilómetros y duraría entre 45 minutos y una hora, dependiendo de la dirección del viento. Sonaba tan medieval. El inspector intentó hablarme pero no había nada de que hablar. Para mí ya estaba todo dicho y hecho. Supuse que no podía decirme nada que me fuese de ayuda, de modo que ¿para qué hablar con él?
No me gusta nada viajar en aviones pequeños porque son inestables y siempre pienso que los va a tirar el viento. Pero esta vez era diferente, no estaba asustado. De hecho, quería que el avión se chocara y ser yo el único superviviente. Sabría cómo encontrar mi camino; era mi país, nací aquí y cualquiera me daría comida y cobijo. Me sumergí en mis sueños pero el avión no colisionó; sino que se acercaba más y más a su destino. El viento soplaba a favor. Pensé en todos los hermanos inocentes que aún hoy son llevados a lugares y países extraños y me sentí consolado y no tan solo. Sentí que me acompañaban los espíritus de todos los que sufren un trato injusto. Había oído muchas historias de hermanos que eran traídos y llevados como un balón de fútbol, simplemente porque habían estado una vez en Afganistán, o en Bosnia, o en Chechenia. ¡Un desastre humano! A miles de kilómetros de distancia, sentí el cálido aliento de aquellos seres humanos que me reconfortaban. Me aferré todo el tiempo a mi Corán, ignorando lo que me rodeaba.
Mis acompañantes parecían divertirse hablando del clima y disfrutando de las vistas de la playa que habíamos estado sobrevolando todo el tiempo. No creo que el avión tuviera ningún tipo de tecnología de navegación porque el piloto mantenía la altitud irrisoriamente baja y se orientaba con la línea de costa. A través de la ventana comencé a ver los pequeños pueblos que rodean Nuakchot cubiertos de arena, tan tristes como sus posibilidades. Estaba claro que había habido una tormenta de arena el día anterior; la gente iba asomándose al exterior gradualmente. Las afueras de Nuakchot aparecían más miserables que nunca, atestadas, pobres, sucias y sin rastro de infraestructura urbana. Era el gueto de Kebba, que conocía bien. El avión voló tan bajo que podía reconocer a cada una de las personas que se movían por todas partes, aparentemente desorientadas.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que vi mi país, en realidad desde agosto de 1993. Regresaba, pero esta vez como un sospechoso de terrorismo al que iban a esconder en algún secreto agujero. Quería chillar muy fuerte a mi gente: “¡Estoy aquí! ¡No soy un criminal! ¡Soy inocente! ¡Soy el hombre que conocisteis, no he cambiado!”. Pero me oprimía la voz, como en una pesadilla. No podía reconocer nada, el mapa de la ciudad había cambiado radicalmente.
Finalmente, me di cuenta de que el avión no iba a estrellarse y yo tendría la oportunidad de hablar con mi gente. Es sorprendente qué duro puede resultar aceptar lo miserable de tu situación. La clave de la supervivencia ante cualquier situación es darse cuenta de que se está en ella. Quisiera o no, se me iba a entregar a las personas que precisamente no quería ver.
—¿Puede hacerme un favor? –le pregunté al inspector.
—¡Por supuesto!
—Me gustaría que le informase a mi familia de que estoy en el país.
—De acuerdo. ¿Tienes el número de teléfono?
—Sí, lo tengo –No me lo esperaba, pero el inspector llamó a mi familia y les habló de mi situación. Es más, el senegalés hizo una declaración oficial a la prensa en la que informaba de que me devolvían a mi país. Tanto a los mauritanos como a los americanos les tocó mucho las narices aquello.
—¿Qué le dijiste al inspector? –me preguntó más tarde el DSE mauritano, el Directeur de la Sûreté de l’État. (8)
—Nada.
—Estás mintiendo. Le dijiste que llamara a tu familia. –No hacía falta que David Copperfield dijera que la llamada telefónica había sido interceptada.
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