(Pienso, hablando legalmente, que hay una razón muy sólida para enjuiciar a todo presidente norteamericano desde la segunda guerra mundial. Todos han sido francos criminales o han estado involucrados en serios crímenes de guerra.) Chomsky

Wednesday, November 25, 2020

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La experiencia afgana a raíz del acuerdo entre Estados Unidos y los talibanes ofrece lecciones sobre el potencial y los peligros de integrar acciones políticas y de seguridad en la lucha contra el terrorismo.

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Un mural con la imágen del representante especial estadounidense Zalmay Khalilzad (izquierda) y el líder talibán Mullah Abdul Ghani Baradar, Kabul, 2020. WAKIL KOHSAR/AFP via Getty Images

En febrero de 2010, en el momento álgido de la implicación militar estadounidense en Afganistán, las fuerzas de seguridad paquistaníes capturaron al mulá Abdul Ghani Baradar en una operación dirigida por los servicios de inteligencia en Karachi. El mulá era, en ese momento, el jefe del ejército talibán y, por lo tanto, el comandante general de las guerrillas y de los terroristas suicidas que luchaban contra el Gobierno afgano y Estados Unidos. Era también la mano derecha del líder supremo del Movimiento Talibán, el mulá Omar. EE UU proporcionó la información de inteligencia que fue vital para la captura y detención de Baradar. Casi exactamente una década después, el 29 de febrero de 2020, con mucha fanfarria diplomática, el mulá Baradar se sentó junto al enviado especial estadounidense Zalmay Khalilzad en Doha para firmar un acuerdo entre Washington y la entidad política de los talibanes, el Emirato Islámico. El hombre que había orquestado la lucha contra Estados Unidos puso su nombre en un acuerdo destinado a sentar las bases de la paz en Afganistán. A través de este documento, el mulá Baradar prometió que los talibanes evitarían que el territorio afgano se usara para amenazar a otros países (un compromiso antiterrorista implícito) y suspendería los ataques talibanes contra las fuerzas estadounidenses y las principales ciudades afganas. A cambio, EE UU anunció un calendario de retirada de tropas y prometió organizar la liberación de 5.000 prisioneros de las cárceles afganas.

El acuerdo entre Estados Unidos y los talibanes representó una excepcional maniobra por parte de Washington. Menos de dos décadas después de lanzar una guerra global contra el terrorismo, EE UU trató a nivel diplomático con un hombre que previamente había perseguido como objetivo clave en esa guerra. En cierto modo, el acuerdo entre Estados Unidos y los talibanes puede interpretarse como una respuesta a la frustración estadounidense con las interminables operaciones antiterroristas, que durante mucho tiempo se utilizaron para racionalizar su presencia en Afganistán. En apariencia, el acuerdo fue un audaz esfuerzo por integrar las acciones políticas y de seguridad con el fin de lograr un efecto antiterrorista. Los entusiastas del acuerdo esperaban que pudiera resultar una alternativa saludable al impulso principal de la estrategia antiterrorista en el país centroasiático, que durante mucho tiempo se había basado en la caza de operativos terroristas específicos, pero no había llegado a dominar el entorno que les permitía funcionar. La experiencia afgana a raíz del acuerdo pone de relieve la compleja interacción del terrorismo y la paz, y ofrece lecciones sobre el potencial y los peligros de integrar acciones políticas y de seguridad en la lucha contra esta lacra.

Afganistán proporciona un caso clásico de los dilemas políticos inherentes a intentar especificar qué secciones de la violencia política endémica y por parte de múltiples actores deben etiquetarse como terrorismo. El Movimiento Talibán sigue perpetrando la mayor parte de la violencia contra el Estado. Utiliza toda la gama de tácticas de guerra asimétricas, desde escaramuzas contra unidades del Ejército hasta asesinatos selectivos de funcionarios civiles y atentados suicidas con víctimas masivas. Sin embargo, el enfoque estadounidense respecto a la inclusión en las listas de terroristas de los actores afganos se ha centrado en las secciones de élite del ejército talibán con la capacidad más avanzada de llevar a cabo atentados suicidas (la “Red Haqqani”) y en los socios de Al Qaeda. Además de los actores afganos, centrados fundamentalmente en el escenario de operaciones de Afganistán, el país sigue actuando como anfitrión de una serie de organizaciones yihadistas regionales y globales dedicadas al terrorismo. El núcleo de Al Qaeda conserva su posición en el país, en medio de un gran debate sobre la fuerza, la capacidad y la intención estratégica que le resta. Si bien el fundamento original de la intervención liderada por Estados Unidos fue el uso de Afganistán por parte de terroristas globales como base de retaguardia para sus ataques a Occidente, grupos de origen paquistaní como Lashkar Tayyaba y Jaesh Mohammad llevaban mucho tiempo explotando este país como escenario de su yihad. Afganistán también sigue acogiendo a muchos militantes de Xinjiang, los Estados de Asia Central y el Cáucaso. Desde 2014 estos se han dividido entre Daesh y Al Qaeda. Ambos han utilizado el territorio afgano como santuario y han estado proporcionando experiencia en tácticas terroristas avanzadas a los talibanes. Desde la perspectiva afgana, el país sufre de terrorismo importado: ataques realizados contra sus fuerzas de seguridad o sus ciudadanos perpetrados por militantes extranjeros o que operan desde bases en Pakistán. Pero, en la medida en que Afganistán todavía funciona como un exportador de terrorismo, el objetivo principal es Pakistán. Desde 2014, las diferentes ramificaciones del Movimiento Talibán de Pakistán han establecido sus bases en las provincias fronterizas afganas afectadas por la insurgencia y realizado operaciones contra Pakistán.

El compromiso de los talibanes, dentro del acuerdo del 29 de febrero, de controlar las acciones de otros grupos dentro del territorio que controlan, fue útil para lograr que el acuerdo resultara políticamente digerible dentro de Estados Unidos, dado que la lucha contra el terrorismo había sido una razón clave para la larga presencia estadounidense en el país. Debido a la estructura adoptada por el enviado especial Zalmay Khalilzad para sus tratos con los talibanes, este compromiso antiterrorista era un elemento de la secuencia necesaria para avanzar hacia las negociaciones entre las distintas partes en Afganistán. La promesa de los talibanes permitió a Washington adoptar un calendario condicional para la retirada de sus tropas, lo que a su vez incentivó a los talibanes a comprometerse a unirse a las negociaciones entre las partes afganas, generando una oportunidad para un arreglo político del conflicto armado entre el gobierno de Kabul y los talibanes.

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Talibanes acuden a una ceremonia tras haber sido puestos en libertad por las autoridades afganas, Kabul, 2020. Haroon Sabawoon/Anadolu Agency via Getty Images

La firma del mulá Baradar del acuerdo del 29 de febrero y el implícito compromiso antiterrorista supusieron claramente un hito en la evolución del conflicto afgano. Sin embargo, el camino a su implementación resultó accidentado ya que, en los meses siguientes, la posición de los talibanes respecto al terrorismo siguió siendo ambigua y el progreso hacia una paz negociada, esquivo. En primer lugar, mientras negociaban el acuerdo, los talibanes se opusieron con éxito a incluir cualquier comentario explícito sobre desistir de realizar actos terroristas o frenar a otros grupos a hacerlo. El compromiso plasmado en el texto habla de garantizar que no haya amenazas para otros países. La posición de los talibanes se vio impulsada por su necesidad de evitar una fusión de terrorismo y yihad. Tenían la intención de seguir afirmando que su lucha armada tanto contra Estados Unidos como contra sus compatriotas afganos siempre había sido legítima (una yihad). También se resistieron con éxito a la presión para denunciar a Al Qaeda e incluso se mostraron reacios a aprobar el referirse a cualquiera de los militantes internacionales como terroristas.

En términos de mecanismos, el Acuerdo de Doha se construyó sobre la base de los canales que se habían desarrollado en negociaciones entre Estados Unidos y los talibanes durante el año y medio anterior. Los oficiales del Ejército estadounidense desplegados en Doha pudieron mantener una comunicación regular con una delegación talibán, que conectaba con la cúpula del movimiento y, si era necesario, el más alto mando en el lugar, el general Scott Miller, también podía interactuar con el mulá Baradar y otros talibanes de alto rango. La actividad terrorista que resultó más sensible al acuerdo fue el terrorismo nacional de élite. Los talibanes detuvieron los ataques suicidas con víctimas masivas en Kabul y en las principales ciudades del país. La mayor parte de su violencia en las provincias de Afganistán está altamente descentralizada y es iniciada por los comandantes de campo locales, sin referencia a una cadena de mando. Los ataques suicidas en la capital del país, generalmente atribuidos a la Red Haqqani, están mucho más controlados por los líderes militares talibanes que las escaramuzas habituales en las provincias, ya que se basan en planificación y presupuestos centralizados y en el despliegue de personal entrenado y especializado. El acuerdo se convirtió así en el marco a través del cual Estados Unidos, en sintonía con las autoridades paquistaníes, logró persuadir a los líderes talibanes de que suspendieran la campaña de atentados suicidasen Kabul.

Dio la impresión de que el acuerdo resultaba ser mucho menos útil para transformar la relación entre los talibanes y Al Qaeda u otros grupos militantes con base en Afganistán. Pero, en este tema, los negociadores talibanes se vieron ayudados por la naturaleza poco ambiciosa del compromiso que Estados Unidos les había extraído. Tras el acuerdo, la comisión de inteligencia de los talibanes asumió la responsabilidad de gestionar los tratos del movimiento con los militantes extranjeros y las diversas facciones paquistaníes que operan en territorio talibán. En la práctica, las instrucciones de los servicios de inteligencia talibanes a los militantes extranjeros y paquistaníes fueron que debían mantener un perfil bajo y cambiar de ubicación según las instrucciones de los talibanes, y que debían participar en la yihad de los talibanes contra el gobierno de Kabul. Por lo tanto, después del acuerdo, militantes extranjeros, como los uigur de Xinjiang y los combatientes de Uzbekistán, continuaron brindando entrenamiento especializado a los talibanes y facilitando la realización de atentados suicidas contra funcionarios del Gobierno afgano. Resulta complicado valorar si los oficiales de inteligencia talibanes, al tiempo que alentaban a sus homólogos militantes extranjeros y paquistaníes a concentrar sus energías en la yihad afgana, les disuadían del terrorismo internacional o transfronterizo. Solo los operativos de Al Qaeda, que tienen la seguridad operativa más fuerte, han sobrevivido a la intensa campaña antiterrorista en Afganistán. Debido a la amenaza de interceptación, los militantes que operan en el país protegen los detalles de las actividades relacionadas con los ataques internacionales como sus secretos más sensibles.

Incluso si los talibanes se inclinaran a respetar el espíritu del acuerdo, de todas las actividades militantes extranjeras en Afganistán, los talibanes son quienes tienen la menor influencia sobre la preparación de ataques internacionales. Sin embargo, la prueba de fuego del acuerdo del 29 de febrero para hacer frente a las amenazas terroristas que emanan de Afganistán no reside en si ha desactivado conspiraciones o grupos específicos. Más bien, la cuestión clave es qué impacto ha tenido en el entorno operativo que experimentan los grupos militantes de Afganistán orientados hacia las acciones en el extranjero. La insistencia de los talibanes en que los grupos militantes participen en la yihad afgana del movimiento ha proporcionado una cobertura para que todos los grupos acogidos por los talibanes mantengan sus actividades militares y, por lo tanto, aumenten su personal, habilidades y armamento. En contraste con las esperanzas originales de que el acuerdo entre los talibanes y EE UU podría impulsar a los talibanes a cortar los vínculos con Al Qaeda, parece haberles incentivado a proteger las capacidades de grupos militantes con un historial de participación en la yihad internacional.

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Escena de la explosión de coche bomba en Kabul, octubre 2020. Haroon Sabawoon/Anadolu Agency via Getty Images

Los funcionarios estadounidenses han afirmado repetidamente que su plan para la retirada de tropas de Afganistán, en virtud del acuerdo del 29 de febrero, era condicional, lo que sugería que Estados Unidos podría ralentizar esta retirada si consideraba que los talibanes no habían cumplido sus compromisos. Sin embargo, otra forma aún más fundamental en la que el acuerdo del 29 de febrero vinculaba el terrorismo y la paz se refería a la cuestión de la continuidad del Estado. Los defensores del acuerdo entre EE UU y los talibanes esperaban que las conversaciones entre el Gobierno afgano y los talibanes que este hizo posible dieran como resultado un acuerdo político que estableciera la continuidad del Estado, con sus instituciones de seguridad y con los talibanes a bordo, debidamente integrados. Un arreglo así, un acuerdo real de paz, habría permitido a las instituciones de seguridad mantener su función antiterrorista, incluida la cooperación regional e internacional. Fundamentalmente, en términos de la experiencia reciente de terrorismo en Afganistán, un acuerdo de paz para poner fin al conflicto entre el Ejecutivo y los talibanes prometía reintegrar el territorio nacional y extender la autoridad del Gobierno. Incluso una vez que se anunció el inicio de las negociaciones entre Kabul y los talibanes, el acuerdo resultó difícil y los segundos optaron por intensificar la violencia, en contra de las demandas de los gobiernos estadounidense, afgano y de otros países para reducir la violencia o declarar un alto el fuego.

La práctica en la lucha contra el terrorismo ha sido durante mucho tiempo un factor que ha contribuido a configurar la evolución del conflicto y las perspectivas de paz en Afganistán. El primer intento de alcanzar la paz, el Acuerdo de Bonn de diciembre de 2001, dispuso explícitamente la existencia de una fuerza antiterrorista dirigida por Estados Unidos distinta de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF, en sus siglas en inglés) orientada al mantenimiento de la paz. Sin embargo, se considera de manera generalizada que los abusos cometidos en las operaciones antiterroristas de los primeros años contribuyeron a alienar a figuras talibanes potencialmente reconciliables y, por lo tanto, a impulsar la situación posterior al acuerdo. Después de 2009 y la decisión de EE UU, bajo la presidencia de Barack Obama, de responder al incremento de la violencia de los talibanes con un aumento de tropas, Washington y sus aliados apostaron con fuerza por un enfoque “de decapitación”. La campaña antiterrorista pasó a estar fundamentalmente dominada por ataques selectivos a operativos terroristas específicos basados en información de inteligencia, que culminó, por supuesto, con la exitosa operación contra Osama bin Laden. Pero la duración a largo plazo de los logros obtenidos en la campaña de decapitación dependía en última instancia de la eficacia del Estado afgano y de su capacidad para mantenerse, controlar el territorio y gestionar sus fuerzas de seguridad.

Un factor clave que impulsó la decisión de Estados Unidos de emprender una diplomacia poco convencional con los talibanes durante el periodo entre 2018 y 2020 fue el deseo de reducir su larga intervención militar y hacerlo de manera responsable. Los diseñadores de las políticas han tenido dificultades para perseguir los objetivos, vinculados entre sí, de un Afganistán pacífico, el fin de la costosa intervención y la prevención del resurgimiento de la amenaza terrorista que precipitó la guerra originalmente. La renuencia o incapacidad de los talibanes para cumplir sus compromisos implícitos en la lucha contra el terrorismo no es el único obstáculo para el logro de los ambiciosos objetivos marcados. Un obstáculo mucho mayor es la falta de una estrategia creíble para el sostenimiento del Estado afgano. De hecho, el proceso a través del cual EE UU persiguió obsesivamente su trato con los talibanes ayudó a impulsar las reivindicaciones de legitimidad de estos y a socavar la posición del Gobierno. Esta situación hizo aún menos probable que los talibanes aceptaran cualquier acuerdo de poder compartido que preservara las estructuras estatales y la capacidad antiterrorista. La última etapa del proceso de paz afgano comenzó con la jugada de sentar a la mesa a un excomandante de operaciones terroristas. Pero es probable que el éxito de esa maniobra se base más en la actuación del Estado afgano a medida que las tropas estadounidenses abandonen el país, que en si el mulá Baradar se atiene a sus compromisos implícitos contra el terrorismo.

Sunday, February 16, 2020

Siria reconoce oficialmente el genocidio armenio

Siria reconoce oficialmente el genocidio armenio | Periodistas en Español



Siria reconoce oficialmente el genocidio armenio

El Parlamento –Asamblea popular- de Siria reconoció oficialmente el jueves 13 de febrero de 2020 el genocidio armenio. La declaración se produjo en medio de enfrentamientos bélicos con Turquía días pasados en el norte sirio.
Asamblea Popular, Parlamento de Siria
Asamblea Popular, Parlamento de Siria
«El parlamento (…) condenó y reconoció el genocidio cometido contra los armenios por el Estado otomano a principios del siglo XX», asegurando que «cualquier intento de negar es crimen y distorsionar los hechos históricos», concretó el presidente del Parlamento, Hammudah Sabbagh, quien mencionó que la decisión está tomada porque Siria «está sometida a la agresión turca con base a la aborrecible ideología otomana».
Además, añadió, que “es una marca negra en la historia de la humanidad y se asemeja a los actuales crímenes sionistas” (curiosamente Israel a pesar de las peticiones armenias no ha reconocido el genocidio).
El reconocimiento es una ratificación del ya expresado en 2015, aunque ahora se ha hecho de forma oficial. Ya lo hizo también su vecino Líbano.
Por su parte, el gobierno de Turquía tildó de «hipócrita» la decisión, añadiendo que el régimen sirio ha perdido toda legitimidad internacional.
Hay que recordar que la comunidad armenia en Siria contaba entre 90 000 y 110 000 personas. La mayoría de sus miembros vivía en Alepo (60 000 personas), Damasco (7000), Latakia, Kessab, Yakubiyah y Qamishli.
Según diversas estimaciones, casi 90 000 armenios abandonaron Siria tras el inicio de la guerra en 2011. El Ministerio de Asuntos Exteriores de Armenia declaró que el país acogió a más de 22 000 refugiados sirios, de ellos unos 15 000 adquirieron la ciudadanía armenia.
Miembros de la asociación Ararat en el Ayuntamiento de Ontiyent, en Valencia
Miembros de la asociación Ararat en el Ayuntamiento de Ontiyent, en Valencia
Por otra parte, en España, el Ayuntamiento de Ontiyent, en Valencia, aprobó el pasado 30 de enero por unanimidad –con la abstención del PP– el reconocimiento del genocidio armenio tras la petición de la asociación Ararat.
Ya son 30 los municipios españoles y cinco comunidades autónomas (Aragón, Islas Baleares, Cataluña, País Vasco y Navarra) que reconocen el genocidio, aunque el Parlamento español lo ha rechazado hasta en tres ocasiones.
Los historiadores estiman que hasta 1,5 millones de armenios murieron entre 1915 y 1923 a manos de turcos otomanos, un suceso que muchos académicos consideran como el primer genocidio del siglo XX.
Las fuentes varían desde 600 000 hasta 1,8 millones de víctimas y dos millones de desplazados, al ser masacrados de hambre y cansancio mientras eran deportadas forzosamente por los turcos otomanos.
El genocidio armenio también es llamado holocausto armenio (Մեծ Եղեռն en armenio).

Wednesday, January 22, 2020

Algoritmos contra migrantes

Algoritmos contra migrantes



Algoritmos contra migrantes

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Un migrante mira la ruta en un móvil cerca de la frontera con Croacia, 2018. Maciej Luczniewski/NurPhoto via Getty Images
Las redes sociales son una gran oportunidad para prevenir, investigar y perseguir a los grupos criminales que trafican con migrantes, pero al mismo tiempo es imprescindible garantizar los derechos de las personas migrantes.
En abril de 2019, cientos de iraníes, afganos y paquistaníes trataron de cruzar de Albania y Turquía a Grecia siguiendo un bulo que alertaba de dos pasos fronterizos abiertos hacia la Unión Europea. La llamada “caravana de la esperanza”, inspirada en el éxodo de las caravanas migrantes de Centroamérica a Estados Unidos, terminó violentamente en el pueblo griego de Diavata donde fueron dispersados por una fuerte presencia policial y gases lacrimógenos. Detrás de esta acción policial había todo un entramado de investigadores de redes sociales.
La inteligencia de fuentes abiertas (OSINT) es un instrumento esencial para la investigación policial y el estudio de los grupos criminales que trafican con migrantes. Las redes sociales son un punto de encuentro para migrantes, refugiados y contrabandistas. Un gran caladero de datos sobre servicios ofrecidos por traficantes o un foro para criticar y evaluar sus servicios. Una valiosa herramienta para investigar el comportamiento, las últimas rutas, fluctuación de precios o modus operandi de los grupos criminales. En un entorno confuso y opaco, en el que concurre un vínculo contractual entre los que buscan el paso irregular de una frontera internacional y aquellos que cobran por ello, los contrabandistas se venden con engaños y astucia, dan facilidades de pago e incluso ofrecen paquetes de viaje que incluyen alojamiento, transporte o documentación. Según la Unidad de Notificación de Contenidos de Internet de Europol (EU IRU en inglés) el uso de las redes sociales ha experimentado un crecimiento exponencial en los últimos años, al ser un sistema barato, seguro, rápido, de amplio impacto y visibilidad, que a su vez garantiza el anonimato. Algunas personas migrantes son traficadas irregularmente pensando incluso que lo hacen conforme a la ley, creyendo ponerse en manos de verdaderas ONG, abogados o agencias oficiales de países de destino. Otros pagan por desplazarse dentro de Europa en los llamados “movimientos secundarios” optando por la provisión de documentos fraudulentos en lugar del transporte.
El uso de las tecnologías e Internet en la delincuencia organizada trasnacional ha cambiado los patrones de actuación de las redes criminales, que se sirven de estas herramientas en cada etapa del proceso (identificación de víctimas potenciales y vulnerabilidades, proceso de coerción y control, publicidad y venta de sus servicios o incluso el blanqueo de sus ganancias). El contacto o reclutamiento suele comenzar en la web visible (indexada en buscadores habituales como Google o Bing) donde captan información sensible para ganar la confianza de las víctimas o potenciales clientes y controlarles (localización, rutina y hábitos, contactos, gustos, religión, etcétera).
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Migrantes recargan sus móviles cerca de la frontera entre Serbia y Croacia. Carsten Koall/Getty Images
Por parte de los migrantes, el uso de las tecnologías, según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), también habrían cambiado los patrones en tres aspectos: en primer lugar, en una menor dependencia de los traficantes al fomentar una mayor autosuficiencia en su proceso migratorio; en segundo lugar, en la importancia creciente de la alfabetización y la brecha digital, y por último en una mayor confusión entre los roles de traficante y migrante, por el aumento del número de migrantes irregulares metidos a traficantes ocasionales para financiar sus propios viajes.
Las agencias europeas y en especial Europol investigan en redes sociales con un doble objetivo:  por un lado una función preventiva, al detectar y ayudar a eliminar contenido relacionado con el tráfico de migrantes; y por otro lado de investigación delictiva, ya que el contenido detectado también puede servir como prueba (e-evidence) en procesos penales. Europol realiza esta labor con fines antiterroristas y de lucha contra el extremismo on line desde hace varios años. Más recientemente extendió esta función al tráfico irregular de migrantes. Para ello, la IRU escanea las redes y el entorno cibernético en el marco de las prioridades de terrorismo y migración irregular. En la mayoría de los casos el contenido irregular es referido a las empresas proveedoras de servicios de Internet para que los eliminen de sus fuentes. En algunos casos, a iniciativa de algún Estado miembro y con autorización judicial, se procede a la eliminación de contenidos de publicidad de los traficantes, interrumpiendo sus redes criminales. En otros casos, el contenido irregular se mantiene en la Red precisamente para no alertar a terroristas o traficantes potenciales y facilitar la investigación. El Consejo de Ministros de Justicia e Interior de diciembre de 2018 aprobó un conjunto de medidas para luchar contra los redes de tráfico ilícito de migrantes en el ámbito policial, como reforzar la capacidad de la IRU de Europol, localizar y desmantelar la infraestructura técnica de las redes de tráfico o perturbar sus comunicaciones en línea.
En el caso de la agencia europea de fronteras Frontex, el monitoreo de las redes sociales tiene un fin de análisis de riesgos preventivos (rutas, modus operandi, tendencias, etcétera) con el fin de informar a los Estados miembros. Sin embargo, Frontex no tiene mandato para recabar datos personales, a pesar de la ampliación constante de competencias, medios y presupuesto. Fuertemente criticada por actores de la sociedad civil como Privacy International, Statewatch o Mediapart, la agencia se vio obligada a cancelar a finales de 2019 una licitación por valor de 400.000 euros para servicios de monitoreo de redes de migrantes “sobre tendencias y pronósticos de migración irregular”. Con un objeto tan difuso y vago, Frontex pretendía rastrear también a las diásporas en los países de destino y los actores de la sociedad civil. Ante la imposibilidad de explicar la compatibilidad de esa vigilancia con su mandato legal y el respeto de la legislación europea de protección de datos, canceló la licitación.
A finales del 2019, el Supervisor Europeo de Protección de Datos (SEPD)  suspendió un proyecto de monitoreo de redes sociales a cargo de la Agencia europea de apoyo al Asilo (EASO). Ésta rastreaba las redes desde al menos enero de 2017 para detectar nuevas rutas e investigar a traficantes de personas en el marco de un proyecto heredado del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados. ACNUR lo concibió en marzo de 2016 como una investigación preparatoria para diseñar estrategias contra la desinformación, pero al advertir la potencia operativa de esta herramienta, se convirtió en un proyecto en sí mismo. EASO detectaba, analizaba y compartía sus hallazgos con los Estados miembros, la Comisión europea, agencias de la UE, ACNUR e Interpol. El fin era obtener datos de alerta temprana, información sobre traficantes, países de origen y tránsito, rutas, perfiles de migrantes/refugiados o sobre movimientos secundarios dentro de la UE. El monitoreo se basaba en investigación cualitativa, que se compartía a través de informes periódicos que progresivamente se hicieron más analíticos e incluían comparaciones y tendencias para ir posteriormente introduciendo investigación cuantitativa a través de técnicas informáticas y algoritmos. El conflicto con la legislación europea de protección de datos era previsible al no tener EASO base legal ni mandato para recabar esos datos. La búsqueda se concentraba en redes como Facebook o YouTube, las favoritas de los grupos criminales para anunciar sus servicios. A través de algoritmos, que cruzaban palabras clave en árabe, pastún, darí, urdu, tigrinya, amárico, edo, inglés pidgin, kurdo, kurmanji, turco, ruso, hausa o francés, la EASO fue más allá de la búsqueda de información.  Según su portavoz, gracias a estas actividades pudo detectarse anticipadamente la “caravana de la esperanza”.

Los límites morales y legales del filtrado de redes
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Migrantes miran sus móviles en la isla griega de Kos. ANGELOS TZORTZINIS/AFP via Getty Images
La investigación de redes sociales implica en muchos casos el procesamiento de datos personales por lo que exige una atención particular al respeto de los derechos y libertades de los usuarios. Más aún porque en la mayoría de los casos no se trata de vigilar sospechosos, sino de rastreos y búsquedas indiscriminadas en las que se mezclan personas en movimiento, traficantes, potenciales terroristas, o simples ciudadanos. El Parlamento europeo se ha interesado por el procesamiento masivo de datos (big data) y su impacto en los derechos fundamentales. Por su parte, la Agencia de Derechos Fundamentales de la UE (FRA) ha señalado que la creación y uso de perfiles por medios algorítmicos podría implicar sesgos discriminatorios en cada etapa del proceso. Para evitarlo, la investigación debería basarse en datos y fuentes fiables, llevarse a cabo a través de una algorítmica legítima, necesaria y proporcionada a un fin específico y por un personal formado en derechos fundamentales y en protección de datos. Los perfiles pueden generar correlaciones incorrectas, tanto para individuos como para grupos, pudiendo derivar en estereotipos discriminatorios. La EASO, tal y como apreció el Supervisor europeo no tenía mandato legal para realizar ese seguimiento y se extralimitó. Es más, aún en el caso de tener legitimidad para ello, la investigación y difusión debería haberse llevado a cabo para fines específicos, explícitos y limitados. La agencia también actuó con descuido en el filtrado por idiomas y palabras clave, sin tener en cuenta los eventuales errores y prejuicios de comportamiento grupal que pudieron aumentar los riesgos de discriminación en una población migrante ya de por sí vulnerable.
La elección de comunidades lingüísticas sugiere un enfoque especial sobre determinados tipos de migrantes, más que sobre los propios traficantes, muchos de ellos afincados en la UE sobre todo cuando se trata de movimientos secundarios dentro de las fronteras. Aunque los lazos étnicos y lingüísticos entre los traficantes y los migrantes son evidentes, esta coincidencia varía a medida que se escala en la cadena criminal hasta los grupos más organizados y el blanqueo de los rendimientos del tráfico. De hecho, según Europol, de los 65.000 traficantes estimados en abril de 2018, el 63% serían europeos, el 14% de Oriente Medio, el 13% africanos, el 9% de Asia Oriental y el 1% americanos.

Una utilización más humanitaria de los datos masivos
Entre la ingente información procesada de fuentes abiertas, surgen detalles y pruebas de violaciones de derechos humanos contra refugiados, migrantes y víctimas de trata. Sin embargo, esta valiosa información no constituye una prioridad o un valor en investigaciones de naturaleza policial o que buscan evitar entradas irregulares. En una entrevista al diario digital alemán Netzpolitik, un portavoz de EASO dice tener conocimiento de las atrocidades cometidas en Libia pero no competencias acerca del tema.
Los traficantes de personas y las bandas criminales en Libia publican en las redes sociales sus abusos y violencia contra los migrantes en cautiverio para exigir rescates a sus familias, pero quedan impunes por la disparidad legal en cuanto a jurisdicción o normas de admisibilidad de pruebas. En algunos países las pruebas digitales (e-evidence) sólo se admiten cuando la aportan los proveedores de servicios de Internet mientras que en otros, una simple impresión de pantalla es suficiente. Aprovechar las oportunidades que ofrecen las redes sociales para prevenir, investigar y perseguir a estos grupos criminales transnacionales es clave en la lucha contra esta lacra y contra la trata de seres humanos y otros crímenes relacionados. Para ello, no basta con interceptar las comunicaciones entre sus miembros o desmantelar sus esquemas financieros de blanqueo. Es necesario un intercambio constante de información y una cooperación judicial plena, para lo que se hace imprescindible una voluntad política decidida de proteger los derechos de las personas migrantes. Los límites entre lo legal y lo ético en la investigación criminal de redes sociales no deberían franquearse, pero de hacerlo, deberían apuntar a los verdaderos verdugos y no a sus víctimas.