¿Cerrar Guantánamo? Barack Obama lo prometió en su primera semana en el poder allá por 2009 y, siete años después, a un año de abandonar la Casa Blanca, parece haber renovado esos votos con la urgencia que impone dejar un legado. Primero fue su jefe de gabinete, Dennis McDonough, quien volvió a poner sobre la mesa tan espinoso asunto. El presidente siente “como una obligación hacia su sucesor cerrar el penal, razón por la cual vamos a hacerlo”, declaró taxativo McDonough
El pasado viernes, la Casa Blanca recibía una actualización del plan propuesto por el Pentágono para cerrar el centro de detención en territorio cubano, que a día de hoy alberga 93 reclusos, tras la reciente puesta en libertad de 10 yemeníes trasladados a Omán. En su mayor ocupación, Guantánamo llegó a tener a 779 personas.
El número de reclusos está así por debajo de la simbólica cifra de 100, lo que no sucedía desde enero de 2002, cuando la Administración de George W. Bush se inventó el penal para circunvalar la legislación nacional e internacional y retener en territorio extranjero a los bautizados como “combatientes ilegales” capturados en su particular guerra contra el terrorismo.
Entre McDonough y el informe del Pentágono, Obama compareció el pasado martes ante ambas cámaras del Congreso para pronunciar su último discurso del estado de la Unión. Esta fue la única mención que hizo respecto a la gran mancha que es Guantánamo: “Seguiré trabajando para cerrar la prisión: es cara, es innecesaria y solo sirve como folleto de reclutamiento de nuestros enemigos”.
Lo que el presidente no dijo es cómo lo haría. Quizá porque sabe que no puede hacerlo. Al menos sin que su legado final no sea el del presidente que liberó en territorio norteamericano a 50 peligrosos terroristas enemigos jurados de Estados Unidos. Semejante hecho, sin duda, dejaría sin ningún valor el cierre en sí mismo, por no hablar del legado.
Cierto es que Guantánamo se vacía poco a poco. Y eso podría ser una señal de optimismo. Uno podría pensar que aunque sea con cuentagotas, el centro de detención acabará por quedar desierto. Los últimos diez liberados -a los que nunca durante sus 14 años de cautiverio se les aplicó ningún cargo- han supuesto en cifras que el penal haya reducido su población carcelaria total en un 10%.
Del 93 total, 34 presos tienen el visto bueno de Defensa para ser transferidos a terceros países: siete están siendo juzgados por las polémicas comisiones militares -entre ellos el supuesto cerebro del 11-S y cuatro colaboradores y un acusado del ataque al navío Cole en Yemen en 2000-; tres han sido condenados bajo ese mismo sistema judicial; y 49 se encuadran bajo la categoría de “detenidos indefinidamente" bajo las leyes de guerra y no se recomienda su traslado a ningún país.
Hasta hoy, el Congreso republicano ha bloqueado cualquier iniciativa para cerrar el infame penal. Y se ha negado a aprobar los fondos para que el núcleo duro de los detenidos -aquellos con la etiqueta de presos de por vida- sean transferidos a una prisión de máxima seguridad en Estados Unidos.
Pero imaginemos por un momento que Obama obra el milagro y lograr que el Congreso dé luz verde a ese traslado. Aunque parezca menor, entonces quedaría el espinoso asunto de dónde: ¿A qué cárcel? ¿En qué Estado? ¿Quién quiere vivir cerca de casi medio centenar de individuos que el Pentágono ha calificado de alto riesgo para la seguridad nacional? -No hay que olvidar el dato que dice que la mayoría de los estadounidenses se oponen al traslado de estos peligrosos presos a EEUU-.
Pero es que incluso superado el anterior nudo gordiano, Obama se enfrenta y es consciente del más obvio, aunque menos citado, problema a la hora de transferir a territorio estadounidenses a los presos: cualquier juez o tribunal que se lo proponga puede desafiar la legalidad de la detención y confesiones de los presos de Guantánamo, logradas en muchos casos bajo torturas.
Por eso, no deja de ser chocante, o simplemente responde a una estrategia diseñada para hacer creer que el cierre de Guantánamo es posible, que el principal asesor de seguridad nacional del presidente, Ben Rhodes, haya declarado como argumento para lograr echar el cierre al penal en el Caribe que si el sistema penitenciario “es lo suficientemente bueno para encerrar al Chapo, y bueno para el terrorista del maratón de Boston o para el responsable de los ataques de Bengasi… debería ser bueno para el número que sea de prisioneros de Guantánamo que queden tras completar las transferencias a terceros”.
Puede que los muros del sistema penitenciario de EEUU sean inexpugnables. Que las llamadas prisiones Supermax, diseñadas para albergar a “lo peor de lo peor”, logren que un prisionero no vuelva a ver jamás en su vida la luz del día. Pero un tribunal que no tenía inconveniente con que un detenido estuviera encerrado sin cargos en territorio cubano puede tenerlo en Estados Unidos. Y entonces, cerca de medio centenar de peligrosos terroristas estarían andando libres, por ejemplo, por las calles de Kansas, tras abrirseles las puertas de la prisión federal militar de Fort Leavenworth, la única de máxima seguridad en EE UU, y donde se ha especulado que podrían ser enviados los reos de Guantánamo.
¿Cerrar Guantánamo? ¿A ese precio? ¿Siendo ese el legado?
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